La Alhambra

Imagina ser un nómada, un peregrino cansado, que no ha parado de recorrer desiertos durante toda su vida. Que su descanso depende de un pequeño pero majestuoso manantial de agua, un poco vegetación en forma de palmera y unas hojas que rasgan la sombra bajo un sol abrasador. Un oasis, un aliento de vida en el calor asfixiante del desierto.

Imagina que ese pequeño limbo en mitad de un mar seco y árido es la palabra hecha imagen de las historias de tus ancestros. Que ese lugar alberga la palabra de Dios, que es un regalo de él por tu fe. Que ya no hará falta caminar más porque por fin has encontrado el Paraíso, el Séptimo Cielo.

Imagina que eso fue lo que pensaron los antepasados de las dinastías Zirí y Nazarí cuando encontraron Granada, tras pasarse años trashumando desde el norte de África hasta la Península.

La Alhambra es ese paraíso prometido, esa tierra fértil, inundada de agua y vegetación, alcázares y almunias, a la sombra, ni calor ni frío, dominando la ciudad, rodeada de montañas.


Fue Muhammad Ibn al-Ahmar quien trasladó el gobierno de Medinat Garnata del Albaicín a la Sabika, la colina de la Alhambra, separada y conectada a la vez con la ciudad. Se convierte entonces en el fundador de La Alhambra y de la historia de nuestra ciudad tal y como hoy la conocemos.

Posteriormente, sus sucesores fueron añadiendo torres, palacios, jardines, almunias, y hasta una Mezquita Mayor y una pequeña medina, en lo que es la ciudad palatina mejor conservada del islam árabe clásico, y en la que lo más granado del pensamiento, la teología, la ciencia y la poesía andalusíes se pusieron al servicio de una magnífica arquitectura, una ingeniosa jardinería y unos refinados diseños artísticos que no dejan de subyugar a quienes los contemplan.

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Imágenes del Patronato Provincial de Turismo de Granada

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